OTRA VERSIÓN DE “EL GRAN PEZ”.

Estaba en completa calma, maravillado por el azul intenso del agua que el sol atravesaba, formando juegos de luz que se movían en un vaivén desordenado. Maravillado, lo último que me importaba era respirar.
Hipnotizado por tal espectáculo, sentí como una gran fuerza me jalaba rapidamente, era el brazo poderoso de mi papá. Fue entonces que me di cuenta que me estaba hundiendo en la alberca de un balneario el cual frecuentábamos durante mi niñez. Para entonces debí andar entre los 5 o 6 años de edad.
Esta anécdota recién se la platiqué a mi hija, quien me escuchaba fascinada. Quizás porque imaginó a su abuelo en el papel de Súper Héroe. Tras contarla, caí en la cuenta de la admiración que tengo por mi padre, a quien considero ahora ser un sabio, y a quien en mi niñez veía como a un gigante; alto y fuerte, de voz gruesa y con un serio semblante que hacía pensar que estaba enojado, como si fuera su manera de dar a entender que quería estar solo.
Dos o tres años después de experimentar esa apnea precoz, durante un fin de semana brillante y soleado nos dirigimos a otro balneario. Por lo luminoso del día, debió ocurrir entre los meses de Marzo y Abril. Fuimos en un viaje exclusivo solamente los hermanos menores liderados por mi papá.
Mientras él compraba los boletos de entrada se me ocurrió jugarle una broma, le insistí que había que pagar la entrada de uno más del total de los que íbamos. Y es que veía a mi papá tan grande que pensaba que él valía por dos. Contó más de tres veces a los presentes mientras yo le seguía insistiendo que éramos más, hasta que le dije el porqué de mi razonamiento. Lo único que hizo fue sonreír de manera sutil, aunque en el fondo creo que quería jalarme las patillas o darme un buen pellizco. Lo tomó bien al final.
Lo he descubierto en un par de ocasiones contando esta anécdota. Se asegura de soltar una carcajada al final.
Años más tarde, cuando yo ya pintaba para adolescente, recuerdo que el mayor de mis hermanos me regaló unos “cuetes chinos” que para entonces eran toda una innovación ya que no había que usar cerillos para hacerlos funcionar, tenían un hilo en cada extremo los que al jalarlos a lados contrarios al mismo tiempo, tronaban fuerte y sacaban algunas chispas. Eran como cinco los que tenía en mis manos y su uso debía valer la pena.
Se me ocurrió la brillante idea de pedirle las llaves del auto a mi papá, y entonces me dirigí a amarrar un hilo del cuete a la palanca de velocidades y otro al volante, así mi papá al arrancar el auto se llevaría el gran susto. ¡Qué buena idea!, es lo que pensé y tal como lo visualicé lo hice. Le entregué entonces las llaves a mi papá quien minutos después saldría a hacer una diligencia. Mientras tanto yo tomaría lugar en primera fila desde el ventanal que daba a la calle para contemplar la culminación de mi obra.
Todo sucedió justo como lo planee. Mi papá cambió de velocidad, se jalaron los hilos del explosivo y se llevó un susto tremendo. Celebré de inmediato mi proeza, lo cual duró media décima de segundo exactamente, ya que cuando nuestras miradas se cruzaron, me di cuenta de que las puertas del infierno se estaban abriendo. Todo eso lo descifré porque ese momento vastó para doctorarme en expresión corporal, macro y microexpresiones al más puro estilo del Dr. Cal Lightman (el de la serie “Lie to me”).
La única opción de salvación ante tal catástrofe era mi mamá, así que corrí hacia ella de inmediato, como si trajera un geoposicionador de última generación en mi sistema operativo. Me escondí detrás de ella para evitar a toda costa los regaños y posibles golpes fulminantes de parte de mi padre. Ella me salvó.
Cada que recuerdo este pasaje histórico me pregunto… qué habría pasado de no haber encontrado a mi mamá en ese momento. Para mi suerte, ella estaba muy cerca. Mi papá por el contrario estuvo malhumorado conmigo por varios días, hasta que se le ablandó el corazón o hasta que acontecimientos nuevos ocuparon su atención.
También lo he descubierto contando esta anécdota. Sin carcajadas al final, por cierto.
Ya entrado en la adolescencia, al cursar la secundaria y el bachillerato, las interacciones con mi papá cambiaron. Hubo distanciamiento y menos comunicación, agudizados estos por los cambios propios de nuestras respectivas edades. Ya cuando terminé la Universidad, y tras la muerte de mi madre, nuestra relación estaba deteriorada por decir lo menos y solo la distancia que otorga el salir de casa vino a catalizar un cambio en la relación.
Ya en estos años, en los de la adultez, es en los que he tenido la oportunidad de conocer mejor a mi papá principalmente a través de dos vías, una por las pláticas que tengo, no tan seguido, con mis hermanos mayores quienes lo frecuentan; y la otra a través de las oportunidades que hemos tenido de vernos ya sea en mi casa cuando viene de visita o cuando voy a la suya.
Mi papá es un hombre de anécdotas. Cuando se encuentra con personas relacionadas con sus hijos aprovecha la oportunidad para contar con lujo de detalle historias de su niñez, de su adolescencia, de cómo conoció a mi mamá, las peripecias que pasaron juntos cuando recién se casaron, cómo se las arreglaban para darle de comer a su decena de hijos y darles estudio a todos también.
Aprendí ya de adulto que, si quiero saber más acerca de la historia de mi papá, la mejor estrategia es motivar una plática en compañía de un tercero que sea de confianza (alguna nuera, yerno, ahijado, primo, sobrino) acompañándonos. Así aseguro una historia bien detallada: fechas, lugares, nombres y apellidos; y con un ritmo en la narrativa que favorece su disfrute.
Solo he conocido a un papá que me recuerda al mío: Edward Bloom; al que protagonizan Ewan McGregor y Albert Finney en la película “El Gran Pez” de Tim Burton. Lo relaciono por las dificultades comunicativas que tiene el papá con el hijo y porque el hijo desconoce a la vez muchos detalles de la vida de su padre que va descubriendo o desentrañando ya sea de manera misteriosa o por la intervención de un tercero. Esto hace que William Bloom, el hijo, viva enfadado con esa imagen paternal que le resultó ajena por años para al fin convertirla, al ritmo de la película, en una imagen real, amable, cercana y con la que finalmente se identifica.
Parece normal que los adolescentes sean los némesis de los padres porque a esa edad la falta de madurez te hace reaccionar más rápido que razonar. Creces con demasiada prisa. Después se acomodan las piezas tal cual se acomodan en un juego perfecto de tetris. Se le da permiso al perdón y a otras perspectivas. Algunas veces pronto como en mi caso y otras muy al final, como en el caso de William Bloom, quien en El Gran Pez, esperó solo al final para entender y perdonar a su padre y para darse cuenta de que había heredado ese gusto por contar también historias.
Lo anterior dio paso a que esta película cerrara con una escena memorable en la que el papá le pide al hijo que le cuente cómo es su despedida, refiriéndose a su muerte. Y al más puro estilo del padre, William va describiendo de manera fantástica cómo su padre durante un recorrido del hospital donde estaba postrado, hasta el río, va encontrándose con todos los personajes que conoció a lo largo de su vida y a los protagonistas de las historias que solía contar. Al llegar al río se va despidiendo de todos ellos hasta que al final le espera su amada, su esposa a quien le nombraba “mi dama en el río”(My lady in the river), de quien se despide con un beso para sumergirse finamente en el agua y convertirse en lo que siempre fue… un gran pez. Una leyenda.
He visto esta película cinco veces o más y esta última escena me conmueve en cada ocasión.
Mi papá siempre ha sido querido por algunos, no tanto por otros. Le conocí a dos o tres amigos entrañables y fui testigo en mi niñez de cuanto lo querían todos sus parientes, primos, sobrinos, hermanos, cuñados, y al lugar a donde fuera no faltaba la buena comida o los buenos tragos debido a su visita.
Recién tuvo la oportunidad de visitar a los sobrinos y nietos por parte de la familia de mi mamá y mi lógica era que se trataba de una reunión en la que él sería un invitado más. Después supe, vía mis hermanos mayores y algunas fotos del Facebook, que resultó ser él a quien festejaron, le hicieron un pastel, además del cariño y abrazos que recibió. Supongo que alguna anécdota habrá contado.
Mi papá se trata de una leyenda, un héroe de acción, el Hombre que vale por dos, narrador de historias, el malo de la película, el que salva el día. En fin… otro Gran Pez.
Todas esas facetas, todas esas caras, todas esas vidas, todo eso es y ha sido mi papá.
Va entonces un saludo anecdótico para quienes les gusta hacer y contar historias, para los que les gusta compartir anécdotas.

Va un abrazo anecdótico para para mi padre. Va otro para mis hermanos, co-protagonistas de estas historias.

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4 thoughts on “OTRA VERSIÓN DE “EL GRAN PEZ”.

  1. Muy bien querido hermano, las anécdotas las sabemos casi todos, pero que bueno que las recuerdas y las plasmas en este medio, una recomendación; no le vayas a comprar cuetes a tu hija. Entiendo que mi papá va para allá por octubre, ojala tengas oportunidad de pasar algunos buenos ratos con el. Recibe también un abrazo y muchos saludos Date: Mon, 1 Sep 2014 00:55:32 +0000 To: carlosgrajua@hotmail.com

  2. Beto, yo el Gran Pez siempre la asocié con mi mami, pero ahora que lo dices, mi señor padre también tiene mucho de eso. Y estoy segura de que en realidad siempre ha sido mas la gente ajena a la familia que lo quiere, que la que no. Te mando un abrazo fuerte querido hermano, Amaranta se muere de risa con esas anécdotas porque le digo que está tan loca como su tío Beto y siempre quiere saber por qué. Y con todo eso que le cuento, sabe que si, que se parece mucho a ti.

  3. Tío, definitivamente me gustó mucho tu reducción y debo decir que sí, mi abuelito es un hombre de anécdotas y es impresionante como tiene su memoria casi intacta. Deberías aprovechar alguna oportunidad para ir con él a Ajalpan, porque cuando mi abuelito está en su pueblo natal, los recuerdos reviven.
    Saludos tío

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