Doña Delia.

¿En que valle o camino, en qué piedra, en qué rio, se me quedó la infancia?

Victor Manuel. Cantante.

¿Qué es la belleza? Regresar a casa y que te reciba mamá. Así de sencillo. La primera vez que sentí eso fue seguramente cuando rondaba los ocho años de edad, en una de las dos ocasiones en que mi hermana Carmela nos invitó, a los tres menores de la casa, a pasar una semana de las vacaciones de verano, al mítico centro Vacacional Oaxtepec. Apenas fueron ocho días de no verla. Antes de regresar a mi ciudad natal estuvimos una noche en casa de mi hermana Ysabel, ella le llamó para decirle que al otro día estábamos de vuelta, me comunicó con ella para saludarla y no pude más que llorar. Al otro día, al llegar a casa, los brazos de mamá me volvieron el alma al cuerpo.
La segunda y siguientes ocasiones en las que sentí algo así a mi regreso a casa, fue cada viernes a partir de que me fui a estudiar a la capital y volvía cada fin de semana a disfrutar del abrazo de bienvenida de mi madre y del delicioso arroz con el que alimentó a todos mis hermanos, y que recuerdo desde mi más temprana niñez. Esa felicidad del fin de semana duraba hasta la tarde del domingo, justo antes de despedirme nuevamente y recibir mi respectiva bendición, esa que tenía el poder de protegerme hasta de mí mismo, para asegurar que estuviera de vuelta el viernes siguiente. Para aquel entonces apenas pasaba de los 18.
Y así fueron los regresos a casa durante cinco años. Supongo que pasajes similares habrán padecido todos mis hermanos, quienes algún recuerdo particular tendrán de esos reencuentros con mi mamá al volver a casa. Yo en lo personal recuerdo haber visto cómo iban cambiando las expresiones de mi madre al saber que sus hijos en conjunto o por separado, llegarían de visita a casa. Desde el rostro de preocupación por el camino que emprenderían en carretera, pasando por el rostro que tenía cuando calculaba los minutos que faltaban para que llegaran, hasta por fin ver se iluminaba con una sonrisa tras asomarse desde la cocina a la calle y notar que frente a la casa estaba estacionándose el auto en el que habría llegado cual fuera de sus hijos, o escuchar el ruido de la reja abriéndose porque entraba alguno de los que estudiaban cerca.
Entonces, después del saludo de bienvenida que incluía un cálido abrazo, seguía la casi inmediata y obligada pregunta de mi mamá, ¿ya comiste?, a la vez que encendía las hornillas para calentar las tortillas, el arroz, los frijoles y el guiso que había hecho especialmente para que comiera su recién llegada visita. Todo eso ocurría en la cocina, el lugar donde pasó mi mamá quizás la mayor parte de su tiempo y donde pasamos como familia muchos de los mejores momentos de nuestra vida. Ella sabía que el fin de semana era corto, tenía las horas contadas para consentir a sus hijos, para ponerse al día respecto a las últimas noticias acerca de sus vidas, en las que construían o habían construido una historia propia.
Los fines de semana con casa llena eran festivos; mi madre lo sabía y se encargaba de generar ese ambiente, de manera consciente o inconsciente. Los sábados por la tarde se encargaba de deleitarnos con algún guiso que incluyera alguna carne bien condimentada con un caldo o salsa que dilataban las papilas gustativas y nuestras pupilas al primer bocado, para entonces sonreír y decir: mmmmhh… ¡qué rico! El comer arroz preparado por mi madre fue una experiencia recurrente que durante mi primera infancia no me agradaba, conforme crecía le fui tomando el gusto hasta disfrutarlo por completo y pedir más. En la cena eran deliciosos los tacos de arroz con tortilla recalentada; ahora extraño su delicia y con toda seguridad no he vuelto a probar un arroz como el de ella, seguramente el que prepara mi hermana Teresa es el que más se le acerca.
Cuando cursaba el bachillerato fue quizás la etapa en la que conviví más y conocí mejor a mi madre. Nos la pasábamos toda la mañana en casa, yo ayudándole con el quehacer y con las compras para que ella preparara la comida del día, todo eso después de volver del terreno que mi papá había acondicionado como granja, recién fomentada en sus días de neo jubilado. Fue en ese entonces que tuve la oportunidad de observar, mirar, deleitarme con el arte de cocinar propio de mi madre; freía, sofreía, condimentaba, cortaba, pelaba y cocinaba con un perfecto cálculo del tiempo y del ritmo hasta tener lista la comida cual obra de arte. Un día, a solas en la cocina de la que ahora es mi casa, decidí hacer también arroz. Y como si ya lo hubiera hecho antes, la experiencia de haber visto tantas veces a mi madre, me guiaba al freír el arroz, al hervir el tomate y licuarlo con la ración correspondiente de ajo y cebolla y ponerle la pisca de sal suficiente para entonces poner esta salsa sobre el arroz frito y hervir a fuego lento, esperar pacientemente y ¡Listo! Independientemente del buen color, aspecto y consistencia, su sabor no era como el de aquel que hacía mi madre, pero me sorprendió el hecho de haberlo elaborado tras el aprendizaje obtenido solo por observarla y después de tantos años.
Mi madre conocía tan bien a cada hija y a cada hijo que tenía todo listo a la mesa para el gusto y deleite de cada uno. La nata más fresca era para los mayores, prohibido tocarla por alguien más. Los bolillos y las teleras recién horneados y crujientes, el huevo con longaniza y los deliciosos frijoles refritos acompañándolos, el agua caliente lista para el café; además de eso, mandaba a alguno de los menores a comprar desde temprano las gorditas para acompañar los frijoles, además de la fruta fresca, destacando una papaya bien dulce, así como los tamales envueltos en hoja de maíz.
Por las tardes en la sala de la casa mi mamá solía tocar por gusto el órgano que por muchos años deseó. Describo la imagen: mi mamá tocando el órgano dando la espalda a los demás presentes en la sala, mi papá al término de cada canción pidiéndole otra, aquella que dice… algún título romántico que compuso Agustín Lara, o Álvaro Carrillo, o Armando Manzanero; mientras los demás escuchábamos y le sugeríamos también una que otra. Para los niños, que en este caso ya se trataba de los nietos, interpretaba la de “los negritos”, que si mal no recuerdo, debía su nombre a que la tocaba solo con las teclas negras, notas sostenidas y bemoles, del teclado.
Mi tía Amelia fue, de entre todos los hermanos de mamá, con la que más convivió y con la que más confianza y cariño se tenían. De entre muchos viajes que hicimos en familia a visitar a la tía Amelia, recuerdo uno que hicimos precisamente en 1989 a Teziutlán donde vivía la tía Amelia, en este viaje tuve el privilegio de haber acompañado solo yo a mi mamá. Nos fuimos a México en autobús y tras cruzar la ciudad tomamos otro autobús directo a Teziutlán, en el norte del estado de Puebla. Llegamos una tarde lluviosa como se acostumbra en esa región y una vez que mi tía nos asignó donde dormir, mi tía y mi madre dieron paso a las anécdotas, a ponerse al día acerca de personas, pasajes, paisajes y recuerdos de su infancia y juventud. Salían nombres de personas que yo no identificaba, pero que a ellas les eran muy familiares. Las risas en sus rostros provocadas por algunos comentarios pícaros y chistosos fueron el sello de ese viaje. Pero ahí no terminaba todo.
Coincidió que en esos días, dos primas-hermanas de mi mamá las invitaron a Altotonga, un poblado en Veracruz, con una lluvia y cielo nublado como el de Teziutlán, un domingo al medio día. ¿El plan? Seguir hablando y hablando y contando anécdotas sentados todos en la sala de la casa de mi tía Evelia. En un costado de la sala había un piano vertical color ébano, al cual mi mamá no dejaba de mirar desde que nos sentamos a la sala. Tras una serie de anécdotas contadas y corroboradas por cada una de mis tías, Evelia tomó la iniciativa de pasar a tocar algunas piezas en el piano. Yo veía a mi mamá y notaba ciertas ansias por que llegara su turno de tocar, pero no se desesperó, siguieron dos más de mis tías, entre ellas mi tía Amelia que apenas pudo tocar lo que su artritis le permitió. Y entonces fue el turno de Delia, mi mamá, y sorprendentemente tocó el piano de manera magistral, como si apenas ayer lo hubiera practicado, recuerdo que cada una de mis tías tocó dos o tres canciones, mi mamá en cambio, nos deleitó durante poco más de una hora tocando piezas de los años de su juventud y atentos todos los presentes escuchábamos los sonidos de cada nota que ella interpretaba con total soltura y ritmo que se reflejaban en el brillo de sus ojos y en la postura de su cuerpo. Nosotros estábamos ahí, mi mamá seguramente viajaba entre sus recuerdos de infancia y juventud, de amores y desamores, de alegrías y algunas tristezas. Fue entonces cuando mi mamá decidió dejar de tocar y solo sonrisas y buenos comentarios surgieron de todos los presentes tras haber escuchado las interpretaciones de Delia. Yo solo observaba y disfrutaba ser testigo de uno de los días en los que más feliz vi a mi madre.
Para continuar la tarde, mi tía Evelia preparó unos chiles en nogada deliciosos, era la temporada y contenían todos los ingredientes frescos y cosechados en alguna de sus huertas; fue la primera ocasión en que los probé, simplemente una fiesta para mi paladar. Siguió el café, la plática de sobremesa y el momento de despedirnos de una parte de la vida de mi mamá de la que seguramente ella sospechaba que no se repetiría, y que por eso disfrutó como niña. Como nosotros, sus hijos, disfrutamos el volver a casa cuando nos esperaba el plato de arroz con el guiso suculento del día, viajes con boleto de vuelta por lo que nos despedíamos irremediablemente, no sin antes recibir la bendición de mamá, esa de la que hablaba al inicio, de la que protege hasta de uno mismo.
El olor característico de una madre, en términos biológicos, nos impronta, nos hace reconocer por el olfato que ella es nuestra madre y por ese hecho podríamos a ciegas identificarla. Cuando llegó el momento de su partida ese olor se fue desvaneciendo poco a poco, su ropa, su cuarto, su cama se fueron deshaciendo de esas moléculas con las que nos improntamos desde la niñez. En lo personal, por ese hecho, cual cachorro extraviado, me alejé buscando sentido a eso de vivir. Aun no sé si el sentido que presumo haber encontrado sea el verdadero, continúo en su búsqueda mientras tanto. Y el regresar a casa sigue teniendo su parte ritual de convivir con los hermanos, con mi papá, con los sobrinos y más sobrinos. Ya no hay bendición de madre, pero si su memoria y los recuerdos míos y de cada uno de mis hermanos para compartirlos a manera de anécdotas, enseñanzas, chistes, que al tomar rumbo de regreso a nuestras respectivas casas, nos hacen corroborar que este lapso de tiempo llamado vida, tiene completo sentido, lo demás, son dudas que aparecen en el transcurso y a las que no hay que atender tanto.
Va entonces este escrito con nostalgia de madre a mis hermanos, a cada uno de ellos, a mi padre por supuesto, y a todos los sobrinos, nietos, parientes, vecinos, amigos que tuvieron la oportunidad de conocer a Doña Delia, mi madre.

Delia, circa 1950.

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