Veinte años después.

IMG_5130Y de repente las cosas se complicaron. Mamá a punto de despedirse y yo a punto de salir de la Universidad. Como animal acorralado por esa presión que viene de los hermanos mayores, de la sociedad, de los mismos compañeros de la escuela que parece que están jugando competencias con uno para ver quién se titula primero, quién consigue trabajo primero o quién se va a estudiar un posgrado más lejos.
De repente sucedió lo inevitable. Mamá se fue y los que nos quedamos entramos en una particular confusión que en principio nos unió, para después aislarnos, a unos más que a otros, de manera natural, como para aliviar el dolor cada quien por su cuenta y como pudiera.
La necesidad de distanciarme crecía desde mi adolescencia y solo esperaba el pretexto para hacerla realidad. Soñaba con viajar en trenes al sur, con caminatas aisladas y con pueblos de esos que tienen calles solitarias al medio día.
Escogí llegar a Quintana Roo, un lugar que además de lejano era como una libreta nueva, con muchas hojas para escribir. Y de Quintana Roo escogí este lugar, un lugar especial para mi autoexilio, donde no conocía a nadie en un inicio y en donde, a manera de penitencia autoimpuesta, iniciaba un capítulo nuevo. Me encontraba ya en Felipe Carrillo Puerto.
Al inicio pareció que solo eran unos meses los que estaría por aquí. El tiempo necesario para hacer la tesis de licenciatura. Ahora reviso el calendario y caigo en la cuenta de que son ya casi dos décadas de estar viviendo en el estado más al Este de la República Mexicana. Donde el amanecer tiene prisa.
De pronto me vi imitando la vestimenta, la ropa corta y cómoda, la hamaca en lugar de la cama y el ventilador funcionando todo el día para evitar bañarme en mi propio sudor. Dije adiós a las camisas de manga larga y a los pantalones de gruesa mezclilla. Las bermudas fueron la pieza más buscada en el bote de la ropa limpia.
La tranquilidad “del pueblo” me abrumó en un inicio. Acostumbrado a salir a pasear al parque a las 4 de la tarde en mi tierra natal, se me ocurrió salir a esa misma hora uno de mis primeros domingos para llevarme la sorpresa de que “ni una sola alma vagaba por este aparentemente pueblo abandonado”. Ni una sola persona vi en esos cuarenta minutos en los que me quedé paciente esperando ver pasar a alguien. Días después caí en la cuenta de que solo a un loco, a un hipotérmico o a un distraído (como fue mi caso), se le ocurriría salir a esa hora al parque y deshidratarse de paso.
El siguiente domingo supe que la hora ideal para salir al parque en este lugar es a las 7 de la noche, cuando el calor y el bochorno le dan paso a la oscuridad y al viento fresco que ayuda a regular la temperatura corporal.
Así, inadaptado al inicio, comencé a visitar los alrededores de la ciudad, comunidades en las que los habitantes ponían su atención en un rostro desconocido, un visitante nuevo al cual jugarle algunas bromas locales, habladas en maya y de las que solo ellos, los pobladores se reían. Hasta que entendí mis primeras palabras en maya mis risas empezaron a acompañar las de ellos.
Mi primer caminata por la selva de Quintana Roo fue a los pocos días de haber llegado, y en ese andar probé primero el calor extremo y desesperante, luego disfruté de la lluvia refrescante de primavera y terminé empapado, para sentir después el sol abrazador y el bochorno provocado por el vapor de agua que se levantaba tras la lluvia. Solo las intermitentes sombras de los árboles refrescaban por microsegundos el camino que faltaba por recorrer.
Para ese entonces mi atención a un clima y latitud nuevos era total. Con el paso del tiempo he ido acostumbrándome al calor y a la humedad, tanto que he llegado al punto de querer regresar de inmediato cuando ando de visita en otras tierras secas y áridas, principalmente porque mis fosas nasales se resecan, o porque siento que mi rostro se estira por la deshidratación.
Le he tomado cariño a esta tierra, que es poca tierra y mucha piedra, que es como otro país, donde las condiciones climáticas son regidas por lo que sucede más al sur. En este lugar tomas cerveza fría para refrescarte cuando el fresco de la sombra de los árboles no es suficiente; y se toma tanta cerveza que se corre el riesgo de terminar ebrio, olvidando el calor como la razón por la que se comienza a tomar.
Alguna vez una amiga, cuando compartí una foto de un amanecer de estas tierras que mostraba los colores que iban del naranja intenso al púrpura pálido, me comentó que este es uno de los lugares donde se ven los amaneceres más bellos de acuerdo con una revista de viajes de la que no recuerdo el nombre. No he confirmado hasta la fecha el dato, sin embargo sí he visto algunos de los amaneceres y atardeceres más bellos en lo que llevo de vida justo en estas latitudes. Y son los diversos tonos que el cielo adquiere los que los hacen bellos.
Por otro lado, las nubes que se forman por estos cielos me parecen únicas, cuando viajan tan lentamente, tan blancas y tan cargadas de humedad en días soleados de primavera en dirección Oeste engañándonos con una posible lluvia.
Los humedales, los ojos de agua, los pozos que abundan debido a la poca profundidad a la que se encuentra el manto acuífero. Sin ríos, excepto cuando llueve en exceso en algún año inusual y que se forman los corrientales que traen de otras latitudes peces, camarones, langostinos de agua dulce y que enriquecen la dieta de aquellos que les recolectan y les pescan.
Las noches lluviosas en las que el canto de las ranas que salen de sus escondites se mezcla con el sonido de las gotas que caen sobre los techos y sobre la tierra. La suave tierra, la poca tierra que aprovecha la humedad para compartirla con las semillas que le regaló el viento y que durante algunos meses abrazó, para dejarlas crecer, para alimentarlas y verlas crecer como si fueran hijos de esta. Desgastándose, sabiendo que se adelgazará aún más pero que las raíces de las plantas la protegerán de ser arrastrada por la lluvia o por el viento.
El viento, que a veces nos castiga con su ausencia, permanece casi todo el año, cambiando de direcciones de manera caprichosa, llegando del este y del sur, cargado de humedad, dejando pelones a los árboles en la sequía, y trayendo vientos helados al final del año para recordarnos la importancia de rememorar a los que se nos han adelantado invitándolos a comer unos tamales enterrados, un delicioso chilmole, una deliciosa comida tradicional.
Y los recuerdos de ya casi dos décadas se revuelven, otros atardeceres se mezclan con el atardecer de hoy, justo cuando termino las últimas líneas de este colectivo de recuerdos, de este cúmulo de líneas ordenadas a manera de muchas vidas vividas en estos miles de días en los que muchas veces he vuelto a nacer, en el milenario y alejado Mayab, como le han bautizado a este mundo sus propios habitantes quienes hasta la fecha siguen contando sus leyendas, sus visiones, sus peripecias.
Vaya un saludo a mis lectores, desde esta latitud verde, húmeda y milenaria.

One thought on “Veinte años después.

  1. Hola Beto, desde tu facebook: que agasajo leerte, leyéndote aparecen sonrisas y sentimientos de añoranza, nostalgia, agradecimiento y alegria de vivir y compartir la vida en esta fecunda tierra.

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