Doña Nieves

La casa donde crecí está al Este de Zacapu, relativamente cerca de la estación del tren; fue construida sobre un terreno que seguramente fue agrícola, ya que a unas decenas de metros de la casa había lo que alguna vez fue una bodega para almacenar granos y guardar herramientas para el arado. Ese lugar fue algún rancho, alguna quinta o parte de una hacienda que para entonces ya estaba rodeada de la modernidad urbana de aquellos años. Cercana a la bodega había una casa humilde en la que vivía Doña Nieves, una señora con una larga cabellera recogida a manera de una apretada trenza que pocas ocasiones era posible ver ya que acostumbraba cubrír su cabeza con un reboso; usaba un delantal gris con algunos olanes y bordados. Era muy delgada y solía salir de su casa atravesando un llano para llegar a la calle, justo frente a mi casa, para dirigirse entonces a hacer alguna compra o ir a trabajar, supongo, y traer sustento a su familia.

En algunas ocasiones comiamos gallinas de patio que necesitaban ser sacrificadas , labor que ningún valiente de los hijos de mi madre se atrevía a hacer. Era entonces cuando Doña Nieves acudía a casa para hacernos el favor de matar a la gallina y prepararla para cocinar. Los hijos, desde la ventana del cuarto que daba al corral, veiamos la facilidad y la valentía con la que Doña Nieves torcia el pescuezo de la gallina, le cortaba con un cuchillo la cabeza y la dejaba desangrar mientras los últimos estertores de muerte le daban al cuerpo descabezado del ave la última esperanza de escapar corriendo, lo cual sucedía solo durante un par de vueltas alrededor de un árbol de limón dejando a su paso “un salpicadero”.

Recuerdo haber visto ese espectáculo un par de ocasiones al menos, pero mis hermanos seguro pasaron por eso muchas más veces, y lo han platicado describiendo el susto que les daba ver a la amenazante y recien descabezada gallina, causa de una que otra de sus pesadillas.

En algún momento de esos años llegó a vivir una hija de Doña Nieves quien tenía un hijo llamado Agustín, nieto pues de Doña Nieves y quien era solo unos años menor que el promedio de los chiquillos vagos que acudiamos desenfrenados a jugar en la calle, o en alguno de los terrenos aledaños, al futbol, beisbol, canicas, trompo, al “beli”, los “pozitos”, los “sellos”; y ya al anochecer, a “las escondidas” o “policias y ladrones”. Recuerdo que Agustín era sonriente y amable; respetuoso con todos, mi mamá, mi papá y todos quienes coincidiamos con él, aunque no faltaban los “chinga-quedito” que le tiraban “carilla” solo por ser humilde y pronunciar diferente algunas palabras.

Agustín tenía una bisabuela, la mamá de doña Nieves, quien era una anciana bajita quien quizás por la edad había perdido la vista. Todas las mañanas, sobre todo en la temporada de frío, le acomodaban una silla de madera afuera de su casa para que se asoleara y se entibiara su cuerpo. Recuerdo que era común en vacaciones y los sábados, cuando ibamos a buscar a Agustín para jugar, ver a la señora sentada y apoyándose con un palo a manera de bastón, y doña Nieves o su hija acercándole un atole o un café que ayudara a entibiarle el ánimo. La viejita hablaba con doña Nieves o con su nieta, a saber de qué, porque pocas veces nos acercábamos hasta su chosa, pero seguramente hablaban de recuerdos de su juventud o de atardeceres que habría contemplado al terminar el trabajo en su parcela junto a su papás y antes de regresar a casa a asearse, cenar y descansar.

Una tarde, sin recordar exactamente cómo, la noticia del fallecimiento de la bisabuela de Agustín se regó entre todos los chiquillos quienes tras haber caido la tarde, ya a oscuras, todavía andábamos en la calle jugando a la pelota. Después de discutirlo e ir a comentarlo con los mayores de nuestras respectivas familias, fuimos a la casa de Agustín impulsados más por una curiosidad malsana, que por un sentimiento de tristeza o solidaridad ante la muerte de un familiar.  Una vez en su casa y bajo una luz muy tenue se encontraba el ataud en el que la bisabuela de Agustín había ya iniciado su descanso eterno. El ataud tenía una ventana abierta a través de la que podía observarse su rostro, quizás para quienes querían verla por última vez. Sin pensarlo mucho me asomé, fue la primera vez que ví a la señora de cerca y la primera vez que veía a un ser humano sin vida. Parecía dormida; no pasó ningún pensamiento por mi mente en ese momento, solo observé, después siguiendo el orden de quienes se asomaban a despedirla, rodee el ataud hasta estar cerca de la salida y regresar a mi casa. Supongo que habré dejado el lugar acompañado “en bolita” junto con los demás niños de la cuadra, ya que sólo no me habría atrevido a cruzar el oscuro llano que separaba la casa de doña Nieves de la mía.

Tras subir las escaleras entré a mi casa donde se encontraban mis hermanos Everado y Eduardo viendo televisión, y a quienes les comenté con un aire de impresión , que había visto a la mamá de doña Nieves en su ataud. Con un tono burlón mi hermano Eduardo me dijo que “la viejita” se me aparecería en la noche, que vendría a jalarme los piés y a asustarme, entre otras ocurrencias, rematando entonces con la orden de que me fuera a dormir, por que “ya era hora”. Y en efecto, ya tenía que irme a dormir y para acabarla no estaban mis papás ni mi hermano Alejandro quien podría acompañarme a nuestro cuarto que estaba hasta el fondo de la casa haciendo límite con el corral, el mismo corral donde doña Nieves sacrificó gallinas, el cual podía verse a través de la amplia ventana por la que, estoy seguro, me observaban monstruos, brujas y otros seres, a quienes ahora se sumaba el fantasma de la mamá  de doña Nieves. Fue ese momento en el que me pregunté porqué se me había ocurrido ir a ver su ataud.

Durante varias semanas, quizás meses, el recuerdo de la bisabuela de Agustín me atemorizaba antes de dormir y lentamente se fue desvaneciendo conforme la adolescencia llegaba. Así se fueron desvaneciendo también los caminos por los que salía Doña Nieves hacia mi calle para ir a buscar el sustento. Construyeron casas que aislaron totalmente la de Doña Nieves a quien cada vez vimos menos y de quien supimos menos. Los años siguieron pasando y los cambios continuaron, las idas y regresos fueron en aumento y a cada regreso presenciaba la profundidad de los cambios. El último acceso que quedaba fue cerrado con un gran portón de metal que no dejaba ver hacia lo que fue ese terreno, la bodega y la maquinaria agrícola que ahí había, quizás siguen ahí o las habrán tirado, no sé, lo que si supe es que Doña Nieves dejó de vivir ahí, seguramente dejó de serle conveniente ante los cambios y el aislamiento. Recuerdo algún sábado haber encontrado a Agustín por la calle, se había integrado al ejército, vestía con su uniforme verde olivo, fue él quien me reconoció y brevemente platicamos y le pregunté por su familia, de quien me dio razón, pero con pena me dijo que Doña Nieves ya había pasado a mejor vida. Supongo que le dio gusto saludarme así como a mi me dio gusto saber de él.

Tras ese saludarle, no he vuelto a saber de Agustín ni de su familia, simplemente, con ésto del tiempo y la nostalgia llegó a mi el recuerdo y aproveché para plasmarlo. Va pues un saludo a los recuerdos, así como a las familias y personajes que los conforman. Nos escribimos cuando volvamos a coincidir en esa nube luminosa en la que a ratos nos perdemos, esa, la de los recuerdos.zacapu